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El motivador e íntimo discurso de Alejandro Fernández W. como orador de la 75 graduación

Santo Domingo, RD.-  La Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra (PUCMM) celebró este sábado su Ceremonia de Graduación número 75 del campus Santo Domingo entregando a la sociedad 880 profesionales, que fueron llamados a ser responsables y resilientes frente a los acelerados cambios que impulsa la tecnología.

El orador invitado para esta ceremonia fue el superintendente de Bancos, Alejandro Fernández W., quien habló de una etapa de su vida en la que se encontró, “tumbado, deprimido, durmiendo en un apartahotel” y rezando a Dios que no le permitiera despertar la mañana. Fue un discurso tan íntimo como esperanzador que de manera íntegra lo compartimos a continuación:

Discurso Graduación PUCMM 23 de septiembre de 2023

Querido graduando, querida graduanda, de la clase de 2023.

¡Muchas felicidades! Estás a veinte minutos de recibir tu diploma de graduación de esta Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra. Lo único que se interpone entre ese momento y este instante son unas breves reflexiones, que te pido recibas con gentileza y paciencia, pues luego de semanas pensando en ellas, las he escrito para ti, de mi puño y letra, con un sentimiento de honor, humildad y agradecimiento que me arropa.

No exagero: Esta invitación, de escribir para ti lo que en efecto será tu última cátedra antes de graduarte, que me hiciera el reverendo padre Secilio, rector magnífico y amigo, es sin lugar a duda, uno de los mayores honores que he recibido en mis tres décadas de vida profesional.

Fue un viernes al atardecer, hace exactamente un mes, cuando el Padre me escribió al WhatsApp para saber si podía llamarme unos minutos. Yo estaba con la familia en Las Galeras, Samaná, y le respondí que sí, que gustosamente atendía su llamada.

Cuando me extendió la invitación, casi no lo podía creer. Anteriormente me había invitado a volver a integrarme como profesor en las aulas de la PUCMM, a lo que accedí con mucho agrado, a pesar de mis responsabilidades actuales, pues realmente siento que mi vocación es la educación y fue aquí, hace 25 años, que di mis primeros pasos como maestro.

El padre Secilio, eso sí, sabía que un amigo en común, por igual rector de una universidad hermana, también me había solicitado que diera clases en su casa de estudios.

“Padre”, le dije, medio en serio, medio en broma, “¡no se preocupe! Ya le di mi palabra a usted, cuenta conmigo, de verdad que esta distinción tan especial no es necesaria para asegurarle mi compromiso académico, nuestro amigo en común ya lo sabe”. El Rector Magnífico, con su maravilloso sentido del humor, insistió y aquí estoy con ustedes esta mañana.

La sorpresa fue inmensa, pues, sinceramente, no me siento merecedor de tan alta distinción. He revisado el listado de los oradores invitados que me han precedido en este podio en graduaciones anteriores y la verdad es que estoy muy lejos de siquiera acercarme al éxito, las credenciales académicas y los logros profesionales e intelectuales de mis antecesores.

En cualquier caso, decidido a aprovechar esta oportunidad, esta mañana quiero compartir contigo una etapa muy especial en mi vida, a lo largo de tres breves actos, y que espero te sirvan a ti, querido graduando de la clase de 2023, como insumos para reflexionar sobre tu propio futuro, ahora que te preparas para iniciarte, ya a tiempo completo y debidamente acreditado, en lo que estoy seguro será una exitosa carrera profesional, para el orgullo de tu familia, al servicio de tu país y la gloria de Dios.

Primer acto

Veinte años atrás, incursioné en el servicio público en nuestro país. Lo hice luego de agotar una primera etapa de mi carrera en la banca privada, aquí y en Estados Unidos, y esa decisión fue una de las más importantes en mi desarrollo profesional.

Dejé a un lado la relativa comodidad del sector privado para embarcarme en una travesía fascinante desde el Estado dominicano. Primero como asesor técnico del superintendente de Bancos, luego como gerente general de la Superintendencia de Bancos.

Todo esto en medio de una terrible crisis bancaria, durante la cual los retos de nuestro sector financiero se plasmaban en las portadas de los periódicos un día sí y el otro también. Siempre he dicho que la banca es como los deportes, y que, así como en el atletismo hay “deportes extremos”, también tenemos “banca extrema”, que es la que nos tocó vivir en aquellos años, y que por fortuna fueron exitosamente superados.

Novato en los temas de Estado, con poco más de 30 años, asumí aquellas responsabilidades con muchísima entrega, compromiso y ganas de servir al país, como bien me había enseñado mi padre, Eduardo Fernández Pichardo, y los padres jesuitas del Colegio Loyola, que nos recordaban siempre la belleza de vivir para servir y servir para vivir.

Reconozco que el puesto me quedaba grande, dada la magnitud de los retos del momento, pero no sé si por mis raíces familiares de Puñal, o quizás fueron las de Gurabo, lo cierto es que, bajo la dirección de los formidables superintendentes de Bancos de entonces, y del equipo que nos acompañaba, logramos superar aquella terrible coyuntura, sentando las bases sobre las que hoy descansa nuestra banca, sin lugar a dudas uno de los pilares fundamentales para la estabilidad macroeconómica que hemos construido durante estas últimas dos décadas.

Fue en medio de aquella tensa, cambiante y retadora etapa de nuestra historia económica que mi vida profesional, personal y hasta familiar se vino, literalmente, abajo.

Creo que la expresión “Se le cayeron todos los palitos al mismo tiempo” es la que mejor describe esa etapa de mi vida y, como verás, ¡hasta corta podría quedar!

A mediados de 2005, de buenas a primeras, sin francamente yo esperármelo, perdí el trabajo que llevaba a cabo en la Superintendencia de Bancos. Además de perder el título, las responsabilidades y la compensación de la posición, perdí, para todos los fines, mi razón de ser.

De tener dos celulares que nunca dejaban de sonar, se impuso el silencio, a tal punto que llegué a llamarme a mí mismo para ver si es que habían dejado de funcionar. Ya no eran necesarias las dos secretarias que me apoyaban, pues mi agenda, al igual que mis prospectos profesionales, se había multiplicado por cero.

Como si aquella desolación no fuera suficiente, coincidió también con el inicio del doloroso proceso de divorcio de mi primera esposa, una extraordinaria mujer con quien procreé a mis dos hijos que, en esos momentos apenas tenían cuatro y dos años.

Recibí todas mis posesiones materiales (no es que eran muchas), en el baúl de mi vehículo, para todos los fines mi único activo, pues a esa edad y con aquellos compromisos familiares, no es como que había llegado a acumular ahorros en el banco. Al contrario, mi patrimonio era millonariamente negativo, pues le cedí a mis hijos y su madre la vivienda del hogar, quedándome con la hipoteca y otros compromisos asociados.

Desempleado, en desgracia profesional y política, quebrado, sin un centavo a mi nombre y en medio de un traumático proceso de divorcio que por primera (y única) vez en mi vida me separó de mis hijos (lo más doloroso), terminé tumbado y deprimido, durmiendo en un apartahotel que pagaba financiándome con la tarjeta de crédito.

Ante ese escenario tan catastrófico y devastador, ya te imaginarás la forma en que lo enfrenté. ¿Buscando a Dios? Todavía no. ¿Refugiándome en mi familia? ¿Amigos? La vergüenza era demasiada grande, mi orgullo aún existía y se imponía por encima de todo. ¿Procurando ayuda en un psicólogo o siquiatra? Aunque sabía que debía buscar ese apoyo, el impulso de la auto- victimización era aún más poderoso que el de la preservación de mi propia salud mental.

Digamos que “lo más conveniente” de la habitación que en ese momento era mi casa era su ubicación, arriba de un bar restaurante, donde, si mal no recuerdo, el whisky a la roca fluía con toda la generosidad que el límite de mi tarjeta de crédito permitía.

A estas alturas quizás pienses: “¡Debía quedarte al menos un activo importante, Alejandro! Mínimo un buen vehículo. Seguramente estabas bien montado.” Y es cierto. Para aquellos tiempos tenía un excelente vehículo, el mismo en el que me habían mandado mis maletas.

Solo los más pesimistas se están imaginando lo que pasó. Una de aquellas noches, tarde en la noche, perdido en el coctel tóxico de alcohol, depresión, victimización y autodestrucción, bajaba yo por la avenida Lincoln, y recuerdo doblar en la esquina de la PUCMM, para tomar la Bolívar y luego buscar la avenida 27 de Febrero subiendo por la Winston Churchill. En ese último tramo fue que me encontré, ¡vaya usted a ver!, con un poste de luz que, no me pregunte cómo, inesperadamente se metió en mi camino, partiendo, mitad a mitad, mi único activo, ahora convertido en pura chatarra.

Sobreviví, milagrosamente intacto. El motor del carro extrañamente seguía funcionando. Abrí la puerta y antes de que los agentes de seguridad del Ministerio de la Juventud se acercaran para ver qué había ocurrido, salí del vehículo y, caminando, llegué hasta mi habitación residencia. Me tiré en la cama, con la ropa todavía puesta y recuerdo, en ese momento de tristeza y desolación absoluta, cerrar los ojos, llorar y rezar.

“Papá Dios, si estás ahí, no dejes que me despierte mañana. No dejes que me despierte mañana. No quiero despertarme mañana…”

Segundo acto

El Señor tenía otros planes para mí.

Pocos días después del accidente, recibí una llamada de mi hermano gemelo, Tomás. Quería reunirse conmigo para tratarme algo importante. “¡Cómo no, Tomás! Esta misma noche nos vemos en el bar (¿dónde más?, pensé hacia dentro), pues estoy sin carro y me queda cerca”.

En lo que esperaba por él, imaginaba con ilusión sobre lo qué me quería conversar… Tomás ya era un exitoso consultor financiero, socio de su propia firma, y yo estaba seguro de que me ofrecería trabajo, integrarme a algún proyecto o referirme a uno de sus clientes para fines laborales. “Sí, serán buenas noticias”, me convencí a mí mismo.

Al sentarnos en la mesa, ya yo con mi segundo whisky a mano, mi hermano me fue directo y franco: “Alex (así me apoda), estás mal. De hecho, estás muy mal…”

“Dime algo que no sepa, Tom”, le respondí, algo sorprendido y molesto con su tono inicial.

“Tienes, sin embargo, algo a tu favor”, continuó diciéndome, cual hermano mayor en ese momento.

Ahí viene, pensé. De seguro que ahora me hablará sobre la oferta de trabajo o el proyecto al que me podré integrar. “¡Cuéntame! ¿Qué tienes en mente?”, casi lo interrumpí.

“Lo que tienes a tu favor es justamente lo mal que estás”, me respondió, con plena seguridad, tranquilidad y certeza en su voz.

“Pero… ¿cómo así, Tomás?”

“Alex: Cuando se está tan mal como tú estás, es imposible estar peor. Solo muerto, y aunque lo intentes, parece que eso no es lo que Papá Dios quiere para ti”.

Dejé el trago a un lado y pedí un vaso de agua. Cabizbajo y algo triste, asentí y seguí escuchándolo, pues sabía que tenía razón. “¿Qué me sugieres?”

“Mira, es bien fácil. Ya tocaste fondo. Peor no puedes estar. Tienes que tomar una decisión. Dar un solo paso”, citó. “Ese paso no te sacará del hoyo en el que te metiste, pero te acercará a la luz. No tengo ni idea de cuál puede ser ese paso. Solo tú lo sabrás. Sí pienso que debes comenzar a construir algo nuevo. No es dejar de hacer algo, sino hacer. No es fácil lo que te digo, pero tampoco veo que tengas opción. Piensa en Eduardo e Ignacio. Ellos te necesitan”.

Tercer acto

Aquella noche, gracias a esas palabras fraternales, volví a nacer.

¿El primer paso que tomé? Escribir. Fue un primer artículo, sobre banca y finanzas, para un nuevo periódico digital que se llamaba Clave Digital. Luego escribí el segundo y cuando mandé la tercera entrega, el editor en jefe del medio, Víctor Bautista, me llamó y me dijo: “Te vamos a dar un espacio fijo con nosotros. Tu propia columna, pero debes ponerle nombre. ¿Cuál será?”

Así nació Argentarium. Escribí semana tras semana, año tras año, hasta redactar más de 1,000 entregas. Luego vinieron las redes sociales, donde logré el “follow” de 500,000 dominicanos que se interesaron en mis contenidos de educación financiera, una novedad en el país en aquel entonces. Nacieron también un segmento fijo en el noticiero más visto del país, un programa de radio, un portal financiero al que diariamente acudían miles de dominicanos para asesorarse financieramente, además de una empresa de capacitación y otra de tecnología financiera.

De seguro que fue gracias a ese trabajo, y al apoyo que me obsequiaron tanto dominicanos a lo largo del tiempo, que, en el 2020 el Presidente-electo Luis Abinader me invitó a volver a servir desde el Estado.

Quince años después de mi salida, con las canas y la madurez que solo la experiencia y los tropezones nos dejan, volví a la Superintendente de Bancos, aunque ahora como su cabeza.

Todo lo anterior no habría tenido sentido, querido graduando, de no ser por lo verdaderamente importante: Mi reencuentro con mis hijos que hoy, a sus 20 y 22 años, podrían estar sentados a tu lado en estos momentos. Juntos construimos un nuevo hogar, que acordamos llamar “Casa con Papá”. Sí, fracasé en el matrimonio, pero me propuse no cometer el mismo error con mi paternidad. Desarrollé con Eduardo e Ignacio la más bella de las relaciones, los acompañé en su crecimiento, en el descubrimiento de sus pasiones, en sus travesías para alcanzar su admisión en las universidades de Princeton y Stanford, donde ahora ambos estudian Ingeniería de Sistemas.

Si soy buen padre de mis hijos, es gracias a dos extraordinarias mujeres. La primera fue su madre, de por si una tremenda educadora dominicana, quien, quizás sin proponérselo, me enseñó, durante el matrimonio y aún después de nuestro divorcio, a ser un buen papá para nuestros hijos. Ella supo perdonarme desde el verdadero amor, facilitando la sanación de las heridas del pasado para que permanezca lo bueno, la satisfacción de una experiencia de paternidad amorosa, responsable y presente.

Dios no había terminado conmigo. Una tarde de verano de 2010, cuando menos me lo esperaba, conocí a Alejandra. Recuerdo haberle dicho que, con una sonrisa tan bella y unos ojos tan espectaculares como los que tenía, estaba obligado a conocerla. Ale, parece ser, pensaba igual, pues esa misma noche me pidió matrimonio. No exagero, aquí está, acompañándome,

probablemente algo nerviosa, pero espero que orgullosa también. Yo lo estoy de ella, además de eternamente agradecido por ser como una segunda madre para nuestros hijos y la madre de Eugenia y Helena, nuestras hijas menores.

Reflexiones finales

Ya termino.

Si algo he querido compartirte esta mañana, querido graduando, querida graduanda, es la idea de que nadie, absolutamente nadie, es perfecto. Que, si bien es cierto que debemos aspirar a superarnos y ser cada vez mejores, con el prójimo y con nosotros mismos, el permitirnos ser vulnerables, reconocer, con humildad, nuestras propias limitaciones, es también muy importante.

De un sabio jesuita chileno aprendí, y mira que de eso hace 30 años, un pensamiento que nunca he olvidado:

Dios es más grande que lo más grande,
y sin embargo puede caber en lo más pequeño.
Hay que tener, pues, ideales grandes,
Pero jamás, ¡jamás!, decepcionarnos de la pequeñez humana.

Lo comparto contigo esta mañana, con mi muy particular testimonio de dolor, pérdida y fracaso, pero también de esperanza, recuperación y amor, por aquello de que “la esperanza se abre camino en la oscuridad”.

La vida, querido graduando, no es lineal. Del punto A al punto B no necesariamente llegarás por la ruta más corta. Prepárate para los ciclos: A veces te sentirás en la cima del mundo. Ojalá que siempre te sientas así, pequeño saltamontes, pero me temo que también estarán las caídas.

Winston Churchill lo escribió mucho mejor que yo: “El éxito no es definitivo, el fracaso no es fatal: Es el coraje de continuar lo que cuenta”. En otras palabras, no desaproveches los tropezones. Los tendrás. Aprovéchalos para aprender y fortalecerte.

¿Cómo superar la inevitable caída? Puedo resumirte tres lecciones de mi propio testimonio, sin que el orden defina su importancia:

La primera es que no se trata de dejar de hacer algo. Claro que me propuse dejar el alcohol. Superar la depresión. Vencer mi sentido de fracaso, autoflagelo o victimización. Pero mucho, mucho más útil fue enfocarme en construir algo nuevo. En mi caso fue escribir. A falta de la posibilidad de emplearme, inicié un primer emprendimiento empresarial. Desarrollé un nicho de mercado y una marca. En lo personal, fue clave para mí construir, junto a Eduardo e Ignacio, nuestra nueva “Casa con Papá”. Redefinirme como padre soltero y entregarme por completo a ellos. “El secreto del cambio –decía Sócrates– está en focalizar tu energía, no en luchar contra lo viejo, sino en construir lo nuevo”.

Un libro que te recomiendo leer en algún momento de tu vida es “El hombre en busca de sentido”, de Viktor Frankl, un psiquiatra austriaco que sobrevivió los campos de concentración Nazis. “En tiempos de crisis”, escribió el creador de la logoterapia, “las personas buscan significado. El significado es fuerza. Nuestra supervivencia puede depender de nuestra búsqueda y de que lo encontremos.”

Esa es la segunda lección. Querido graduando, no faltarán las ocasiones en que te preguntes cuál es tu razón de ser, qué viniste a recibir y qué viniste a darle al mundo. Mi razón de ser fueron, en primer lugar, mis hijos. Quería ser el mejor padre que podía ser para ellos. Eso nadie, ni siquiera los fantasmas de mi pasado, podían quitármelo.

La tercera clave para superarme fue contar con Tomás. Por algo fue que Papá Dios lo puso a mi lado desde el momento de la concepción. Necesitamos a ese amigo, ese hermano o ese mentor, quien sea que nos sepa decir, con amor y franqueza, dos o tres verdades para sacudirnos del letargo o la inercia. ¿Quién es, para ti, esa persona? ¿Tu Tomás?

San Agustín nos enseñó que la paciencia es la compañera de la sabiduría. ¡Aprende a ser paciente, querido saltamontes! Reencontrarme y reconstruir mi relación con mis hijos me tomó meses. Pasaron cinco años para finalmente dar con Alejandra, la mujer de mi vida. Lograr monetizar y sostener mi familia de Argentarium me tomó una década y más de 1,000 artículos. Mi camino de regreso a la Superintendencia, ya como su titular, me tomó quince años. Lo que vale la pena, cuesta. ¡Y toma tiempo! Recuerda lo que Tolstoi apuntó: “Los dos guerreros más poderosos son la paciencia y el tiempo”. Procura a esos dos soldados como tus compañeros.

Finalmente, no sería justo que baje de este podio sin reconocer que he hablado de mí, pero consciente de que cada quien tiene su presente y su posición en la vida. De hecho, tú no estás en un momento de oscuridad, sino de celebración. Tu historia no será mi historia, y estas reflexiones que comparto solo te funcionarán como referencias. Eso sí, serán valiosas en cualquier ruta que te toque trazar.

Ojalá que avances adornado, adornada, de valor, humildad y fuerzas. Y con la mente y el corazón bien dispuestos, observando, recibiendo lecciones cada día, abriendo la puerta para que la luz te permita madurar tus propias verdades y tu propio sentido.

Disfruta el camino. Espero que esté alumbrado por los mejores valores humanos y el compromiso con tu familia y con la construcción de una mejor República Dominicana.

Que cada paso que tomes sea siempre por la mayor gloria de Dios, hoy y siempre. ¡Muchas, muchas felicidades!

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